ACTIVIDAD 5. Comprensión de lectura.
Instrucciones: Lee el texto ELABORA UN MAPA CONCEPTUAL y
contesta las
preguntas. Los términos que utilices para contestar pueden
variar, pero no la esencia
de la respuesta.
LECTURA II
La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo
disimular esta carencia con la
lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento
automáticamente, ante una
mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel
anunciador.
La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció
con palabras tan efusivas,
que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco
después se desocupó el asiento
inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán,
el ángel tuvo un hermoso
gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que
viajaríamos sin desazón alguna.
Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al
autobús otra mujer, sin
alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner
las cosas en su sitio:
pero no fue aprovechada por mi. Naturalmente, yo podía
permanecer sentado
destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo,
débil y sintiéndome ya
comprometido con mi compañera, me apresure a levantarme, ofreciendo con
reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho
en toda
su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con
sus turbadas palabras de
reconocimiento.
Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron
sonrientes mi cortesía.
Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mi, como
diciendo: “He aquí un
caballero.” Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la
deseché inmediatamente,
sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la
esperanza de que las cosas
se detuvieran allí.
Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo
del autobús, una señora
me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con
una mirada, pero tan
imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me
adelantaba; y tan suave,
que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en
aquel asiento un sitio de
honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron
con desprecio. Yo adivine
su envidia, sus celos, su resentimiento y me sentí un poco
angustiado. Las señoras, en
cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación
silenciosa.
Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores me
aguardaba en la
esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños
pequeños. Un angelito en
brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden
unánime, me levante
inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor.
La señora venia
complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media
cuadra por lo menos, y no
lograba abrir su gran bolso de mano. La ayude eficazmente en
todo lo posible, la
desembarace de nenes y envoltorios, gestione con el chofer
la exención de pago para
los niños, y la señora quedo instalada finalmente en mi
asiento, que la custodia
femenina había conservado libre de intrusos. Guarde la
manita del niño mayor entre las
mías.
Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de
manera decisiva. Todos
esperaban de mi cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos
momentos los ideales
femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles.
La responsabilidad oprimía
mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos
una buena tizona en el
costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por
ejemplo, si un pasajero
se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los
autobuses, yo debía amonestar
al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las
señoras parecían
completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí
al borde del drama.
En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divise
mi casa como una tierra
prometida. Pero no descendí. Incapaz de moverme, la
arrancada del autobús me dio
una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude
recobrarme rápidamente;
yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en
mi habían depositado su
seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo
confesar que me sentí
cohibido ante la idea de que mi descanso pusiera en libertad
impulsos hasta entonces
contenidos. Si por un lado yo tenia asegurada la mayoría
femenina, no estaba muy
tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al
bajarme, bien podría estallar a
mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal
riesgo. ¿Y si aprovechando
mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza?
Decidí quedarme y bajar el
último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.
Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas,
con toda felicidad.
El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la
acera, lo detenía completamente y
esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra
firme. En el último momento,
vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el
esbozo de una despedida
cariñosa. La señora de los niños bajo finalmente, auxiliada
por mi, no sin regalarme un
par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón,
como un remordimiento.
Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa
ni ceremonia. En mi
espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo,
mientras el autobús se alejaba
vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró
mi reputación de caballero.
Arreola, Juan José. Estas páginas mías. Antología
No hay comentarios:
Publicar un comentario