jueves, 5 de julio de 2012


ACTIVIDAD 5. Comprensión de lectura.

Instrucciones: Lee el texto ELABORA UN MAPA CONCEPTUAL y contesta las

preguntas. Los términos que utilices para contestar pueden variar, pero no la esencia

de la respuesta.

                                            LECTURA II  

La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la

lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una

mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.

La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas,

que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento

inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso

gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.

Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin

alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio:

pero no fue aprovechada por mi. Naturalmente, yo podía permanecer sentado

destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya

comprometido con mi compañera, me   apresure a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda

su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de

reconocimiento.

Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía.

Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mi, como diciendo: “He aquí un

caballero.” Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente,

sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas

se detuvieran allí.

Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora

me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan

imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave,

que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de

honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adivine

su envidia, sus celos, su resentimiento y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en

cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.

Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores me aguardaba en la

esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en

brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levante

inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venia

complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no

lograba abrir su gran bolso de mano. La ayude eficazmente en todo lo posible, la

desembarace de nenes y envoltorios, gestione con el chofer la exención de pago para

los niños, y la señora quedo instalada finalmente en mi asiento, que la custodia

femenina había conservado libre de intrusos. Guarde la manita del niño mayor entre las

mías.

Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos

esperaban de mi cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales

femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía

mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el

costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero

se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar

al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían

completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí al borde del drama.

En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divise mi casa como una tierra

prometida. Pero no descendí. Incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio

una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente;

yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mi habían depositado su

seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí

cohibido ante la idea de que mi descanso pusiera en libertad impulsos hasta entonces

contenidos. Si por un lado yo tenia asegurada la mayoría femenina, no estaba muy

tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar a

mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando

mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar el

último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.

Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad.

El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y

esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento,

vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida

cariñosa. La señora de los niños bajo finalmente, auxiliada por mi, no sin regalarme un

par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.



Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi

espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba

vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.



Arreola, Juan José. Estas páginas mías. Antología



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